lunes, 28 de marzo de 2016

LA TÍA MARUJA

Su tía Maruja había sido, por las fotografías que conservaba, una mujer atractiva y, por lo que sabía a través de otros y había descubierto por sí mismo, muy inteligente. Sin embargo, la educación patriarcal la había relegado a un segundo plano detrás de su hermano Paco. Como era vago y poco dotado para los libros, había estudiado Medicina con muchas dificultades. Su padre hubiera querido que llegase a cirujano, pero se quedó en médico rural pues cada curso académico, entre juergas y borracheras, lo completaba en dos. Además, una caída desafortunada desde un caballo en la romería de la Virgen de Linares, cuando lo montaba ebrio, le destrozó los ligamentos de su brazo derecho y, aunque no había perdido la movilidad, sí carecía de la precisión que necesitaba un cirujano con el escalpelo.
A Maruja, una muchacha con posibles de una ciudad provinciana, se la educó para ser la esposa respetable y hacendosa de un buen partido: repostería, costura, bordado, un poquito de francés, algo de canto y, como nota exótica, clases de clavicordio impartidas por un músico alemán que, nadie sabía por qué, había llegado un día a Córdoba y se había quedado a vivir. Hasta que se casó, las tardes de su juventud fueron dedicadas a bordar aquel interminable ajuar que, en palabras de su madre, era la envidia de las niñas de la vecindad.
No tardó Maruja en casarse para salir de aquella cárcel y lo hizo, para disgusto de su padre, con un muchacho más joven que ella, oficial en un taller de joyería. Luis, que así se llamaba, era ambicioso y muy habilidoso con las manos, por lo que en poco tiempo, y para alegría del suegro, regentaba su propio taller. Fueron felices hasta la muerte de Luis, aunque a la frustración de no poder estudiar y salir de Córdoba, tuvo que añadir la de no poder tener un hijo.

Un revólver en la maleta, págs. 17-18.

 
Almonas y San Pedro eran el universo en el que se había movido la vida de Maruja desde que nació. Al salir de la casa paterna para casarse, se trasladó a otra de la misma calle, en la parte baja. Y no precisamente porque deseara estar junto a su padre, sino porque se sentía ligada a aquella calle, a su gente y al barrio en el que había crecido. Sus padres murieron dos años después, ahogados en una de las crecidas del río Guadalquivir, cuando se dirigían, una desgraciada tarde de tormenta, al santuario de Nuestra Señora de La Fuensanta a pedirle a la Virgen que le concediera a su hija la gracia de la fertilidad. Entonces, volvió de nuevo a su casa después de comprarle a su hermano la parte que le correspondía por herencia. Allí crió a Homero.
Desde pequeña, Maruja había sabido escuchar a los demás. Hasta en las conversaciones más banales, hasta con las personas más miserables, mostraba un respetuoso silencio y una atención que hicieron de ella con el tiempo, a los ojos de aquellos que la trataban, una persona digna de confianza, sensata, con un gran ojo clínico para solucionar los problemas y un arcón cerrado para guardar secretos. Por eso, a todas las horas del día, podía encontrarse a alguna vecina en su casa que, casualmente, iba allí a pedirle tierra para las macetas, hilo para bordar, un poco de sal y, de paso, contarle un chisme, llorarle las desgracias o solicitarle un consejo. Homero, estupefacto y divertido con esta costumbre, solía burlarse con cariño del ir y venir del vecindario por la casa de su tía.
―Sor Maruja, ¿cuántos han pasado hoy por el confesionario? 


Un revólver en la maleta, págs. 22-23.



Entre la plaza y su casa, Maruja estaba al tanto de todo lo que ocurría en su barrio, que era, como ella decía, estar al tanto de lo que ocurría en el mundo: celos, infidelidades, tragedias, envidias, odios, hipocresía, generosidad desfilaban a diario por las historias que Maruja escuchaba atenta y este interés, que iba más allá de la innata curiosidad de toda persona por conocer las desgracias ajenas, le fue otorgando progresivamente un profundo conocimiento y una comprensión generosa de las debilidades humanas.
Además, nunca hablaba de nadie, salvo con su ahijado.
―Homero, tú te ríes, pero yo he visto ya todo lo que había que ver.
―Anda, Maruja, si eres una ignorante, si nunca has salido de estas cuatro paredes.
―Estás ciego, Homero, estás ciego. 


Un revólver en la maleta, pág. 23.




Una curiosidad (nada casual): Maruja empieza por M como el apellido de una ilustre ancianita (de nombre Jane) que vivía plácidamente en la campiña inglesa, y que se dedicaba a resolver crímenes y misterios.
 

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