domingo, 27 de marzo de 2016

LA PLAZA DE ABASTOS DE LA CORREDERA

Los dos policías bajaron por la calle Espartería hasta llegar al arco de entrada a La Corredera. Enseguida, se encontraron con aquella mole que había sido construida en el medio como un feo postizo, rompiendo la armonía de la bella plaza e impidiendo contemplarla en su conjunto. Esperaron a que pasara un coche y luego recorrieron los escasos metros que permanecían al aire libre, entre los soportales y el edificio que albergaba el mercado de abastos. Tras pasar la verja de entrada, penetraron en el recinto, que empezaba a estar ya muy concurrido a aquellas tempranas horas de la mañana. Las voces de los dueños de los puestos, especialmente los de pescado y de fruta, que cantaban las excelencias de sus productos, se mezclaban con los ruidos de las carretas y de las cajas de mercancía, que pasaban de mano en mano hasta terminar expuestas en algún tenderete. Un hortelano, algo retrasado, levantaba las lonas con las que protegía los productos mientras bostezaba, dejando ver en su boca abierta las caries y la ausencia de varios dientes. Otra vendedora se dirigía a su puesto con una lata, en la que había echado, a modo de braserillo, un poco de picón encendido para calentarse.
Tomando la iniciativa, Pedro se acercó al primer puesto que encontró, una pescadería, y se dirigió al hombre que la regentaba, un viejo de pelo encrespado y largas patillas, el cual portaba ya, a esas horas iniciales de la mañana, un delantal sucio y sanguinolento, sin duda, con los restos del pescado de los días anteriores.
―Perdone. ¿Puede decirme dónde para el puesto de comestibles de María Sánchez?
―¿María, la Tuerta?
―No lo sé. Quizá. Me han dicho que tiene una tienda aquí, en la plaza de abastos.
―De comestibles ha dicho, ¿no? Tiene que ser ella. Porque la otra María que conozco es hortelana. Mire, es el último puesto que hay en este pasillo a la izquierda.
Mientras caminaban en la dirección que le había señalado el viejo pescadero, fueron percibiendo los distintos aromas que hacían del mercado de abastos un lugar inconfundible: el olor fuerte del pescado, que a esa hora de la mañana aún no desagradaba, se mezclaba con el olor dulzón, a sebo, de la carne de cordero y de chivo, con el olor picante de los ajos tiernos y con el aroma que desprendían los aliños y las tripas secas para la matanza.

Un revólver en la maleta, págs. 105-106.


Fuente de la foto: costaleroscalvariocordoba.blogspot.com.es



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