Los dos policías bajaron por la calle Espartería hasta
llegar al arco de entrada a La Corredera. Enseguida, se encontraron con aquella
mole que había sido construida en el medio como un feo postizo, rompiendo la armonía
de la bella plaza e impidiendo contemplarla en su conjunto. Esperaron a que
pasara un coche y luego recorrieron los escasos metros que permanecían al aire
libre, entre los soportales y el edificio que albergaba el mercado de abastos.
Tras pasar la verja de entrada, penetraron en el recinto, que empezaba a estar
ya muy concurrido a aquellas tempranas horas de la mañana. Las voces de los
dueños de los puestos, especialmente los de pescado y de fruta, que cantaban
las excelencias de sus productos, se mezclaban con los ruidos de las carretas y
de las cajas de mercancía, que pasaban de mano en mano hasta terminar expuestas
en algún tenderete. Un hortelano, algo retrasado, levantaba las lonas con las que
protegía los productos mientras bostezaba, dejando ver en su boca abierta las
caries y la ausencia de varios dientes. Otra vendedora se dirigía a su puesto
con una lata, en la que había echado, a modo de braserillo, un poco de picón
encendido para calentarse.
Tomando la iniciativa, Pedro se acercó al primer puesto que
encontró, una pescadería, y se dirigió al hombre que la regentaba, un viejo de
pelo encrespado y largas patillas, el cual portaba ya, a esas horas iniciales
de la mañana, un delantal sucio y sanguinolento, sin duda, con los restos del
pescado de los días anteriores.
―Perdone. ¿Puede decirme dónde para el puesto de comestibles
de María Sánchez?
―¿María, la Tuerta?
―No lo sé. Quizá. Me han dicho que tiene una tienda aquí, en
la plaza de abastos.
―De comestibles ha dicho, ¿no? Tiene que ser ella. Porque la
otra María que conozco es hortelana. Mire, es el último puesto que hay en este pasillo
a la izquierda.
Mientras caminaban en la dirección que le había señalado el
viejo pescadero, fueron percibiendo los distintos aromas que hacían del mercado
de abastos un lugar inconfundible: el olor fuerte del pescado, que a esa hora
de la mañana aún no desagradaba, se mezclaba con el olor dulzón, a sebo, de la
carne de cordero y de chivo, con el olor picante de los ajos tiernos y con el
aroma que desprendían los aliños y las tripas secas para la matanza.
Un revólver en la maleta, págs. 105-106.
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