domingo, 27 de marzo de 2016

AJOBLANCO Y COCHIFRITO

Después de sentarse, Marcos observó brevemente y procu­rando mostrar la mayor naturalidad posible el contenido de los platos que estaban degustando los comensales cercanos a su mesa. En ese momento, el mozo se presentó sorprendiéndolo y sin que se hubiese decidido.
―¿Qué va a ser?
―No sé. Póngame un plato de esa sopa...
―Eso es ajoblanco. ¿Es usted de Castilla?
―Sí, bueno, del norte.
―No se ofenda. Lo digo por el acento. Le advierto de que no es una sopa como las que hacen en su tierra y de que se sirve fría, pero está muy buena. Pruébela. ¿Y de segundo?
―Había pensado en esos trozos de carne...
―Cochifrito. Buena elección.
Como el camarero intuyó en el rostro de Marcos que este ignoraba de qué se trataba, decidió aclarárselo.
―Es lechón. También tenemos hoy un estupendo mojete para chuparse los dedos.
―¿Eso qué es?
―Asaura, hígado y corazón de cerdo, guisados con vinagre, ajito, perejil y sal.
―Pues póngame un plato de ambos.
―Así me gusta. Se ve que tiene hambre. ¿Y de beber?
―Aconséjeme.
―A esta comida le va ni que pintao un vinito fresco de la tierra. Me lo traen de Moriles, de una de las mejores bodegas del pueblo.
―Pues ese mismo.
Marcos tenía claro que, con su manera de pronunciar, medio asturiana, medio catalana, iba a llamar la atención en Córdoba. Por eso, debía relacionarse lo más rápidamente posible con las personas de su entorno para que estas olvidaran pronto que se trataba de un extraño entre ellas.
Con el plato de gazpacho sobre la mesa, comenzó a comer. Metió la cuchara en el líquido suave, blanco y aceitoso, y se la llevó a los labios. Como le había dicho el mozo, estaba frío. Paladeó la primera cucharada y sintió el sabor picante del ajo, la acidez del vina­gre, el placentero amargor del aceite de oliva. Le gustó. A imitación de otros clientes, desmigajó un trozo de pan y dejó que las sopas se hinchasen de líquido antes de comerlas. Cuando llegó el cochifrito, reparó en el vino. Era un caldo blanco, joven, afrutado y alegre. Tuvo que darle la razón al mesonero: casaba muy bien con la carne frita de cerdo. Al ver el mojete, se dijo que tenía el ojo más grande que la tripa y que no iba a poder con aquellos trozos ennegrecidos de apariencia desagradable, pero, uno a uno, acompañados de largos tragos del moriles, fueron cayendo. Aunque la gula no era uno de sus pecados capitales, sabía apreciar las exquisiteces gastronómicas que le ofrecía cada tierra que visitaba; sin embargo, los alimentos que lo habían acompañado desde su infancia eran los que más apreciaba, precisamente porque, a pesar de todo, de la miseria, de las penurias, del frío, le recordaban a su madre cocinando en el hogar.
A su madre.
¡Cuánto hubiera dado por probar, en aquel preciso instante, un plato de fabes con almejas y un vaso de sidra bien escanciado!
Y, risueño y melancólico, feliz después de mucho tiempo, con los ojos húmedos y vidriosos, Marcos pidió otro vaso de vino.

Estaré esperando para matarte, págs. 26-28



No hay comentarios:

Publicar un comentario