Después de sentarse, Marcos observó brevemente y procurando
mostrar la mayor naturalidad posible el contenido de los platos que estaban
degustando los comensales cercanos a su mesa. En ese momento, el mozo se
presentó sorprendiéndolo y sin que se hubiese decidido.
―¿Qué va a ser?
―No sé. Póngame un plato de esa sopa...
―Eso es ajoblanco. ¿Es usted de Castilla?
―Sí, bueno, del norte.
―No se ofenda. Lo digo por el acento. Le advierto de que no
es una sopa como las que hacen en su tierra y de que se sirve fría, pero está
muy buena. Pruébela. ¿Y de segundo?
―Había pensado en esos trozos de carne...
―Cochifrito. Buena elección.
Como el camarero intuyó en el rostro de Marcos que este
ignoraba de qué se trataba, decidió aclarárselo.
―Es lechón. También tenemos hoy un estupendo mojete para
chuparse los dedos.
―¿Eso qué es?
―Asaura, hígado y corazón de cerdo, guisados con vinagre,
ajito, perejil y sal.
―Pues póngame un plato de ambos.
―Así me gusta. Se ve que tiene hambre. ¿Y de beber?
―Aconséjeme.
―A esta comida le va ni que pintao un vinito fresco de la
tierra. Me lo traen de Moriles, de una de las mejores bodegas del pueblo.
―Pues ese mismo.
Marcos tenía claro que, con su manera de pronunciar, medio
asturiana, medio catalana, iba a llamar la atención en Córdoba. Por eso, debía
relacionarse lo más rápidamente posible con las personas de su entorno para que
estas olvidaran pronto que se trataba de un extraño entre ellas.
Con el plato de gazpacho sobre la mesa, comenzó a comer.
Metió la cuchara en el líquido suave, blanco y aceitoso, y se la llevó a los
labios. Como le había dicho el mozo, estaba frío. Paladeó la primera cucharada
y sintió el sabor picante del ajo, la acidez del vinagre, el placentero
amargor del aceite de oliva. Le gustó. A imitación de otros clientes, desmigajó
un trozo de pan y dejó que las sopas se hinchasen de líquido antes de comerlas.
Cuando llegó el cochifrito, reparó en el vino. Era un caldo blanco, joven,
afrutado y alegre. Tuvo que darle la razón al mesonero: casaba muy bien con la
carne frita de cerdo. Al ver el mojete, se dijo que tenía el ojo más grande que
la tripa y que no iba a poder con aquellos trozos ennegrecidos de apariencia
desagradable, pero, uno a uno, acompañados de largos tragos del moriles, fueron
cayendo. Aunque la gula no era uno de sus pecados capitales, sabía apreciar las
exquisiteces gastronómicas que le ofrecía cada tierra que visitaba; sin
embargo, los alimentos que lo habían acompañado desde su infancia eran los que
más apreciaba, precisamente porque, a pesar de todo, de la miseria, de las
penurias, del frío, le recordaban a su madre cocinando en el hogar.
A su madre.
¡Cuánto hubiera dado por probar, en aquel preciso instante,
un plato de fabes con almejas y un vaso de sidra bien escanciado!
Y, risueño y melancólico, feliz después de mucho tiempo, con
los ojos húmedos y vidriosos, Marcos pidió otro vaso de vino.
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