domingo, 27 de marzo de 2016

LA IGLESIA DE SAN LORENZO

Caminaban por la calle Santa María de Gracia y se toparon con la torre de la iglesia. Según avanzaban, iban descubriendo nuevos fragmentos: la imagen de San Lorenzo, la linterna circular, el primer cuerpo cuadrangular, el segundo, más grande, girado bajo el anterior, que albergaba las campanas. Pronto estuvieron ante la fachada principal y los dos al mismo tiempo, como si estuvieran sincronizados, se pararon a contemplar el rosetón majestuoso.
Durante el camino, Homero había permanecido callado, en parte por timidez, en parte por recelo hacia un compañero que le habían impuesto y al que creía un confidente del comisario. Pedro había procurado hablar lo justo para intentar quitar hierro y endulzar el trayecto con alguna anécdota chistosa, pero no había tenido éxito.
―¿A que es bonito? Mi madre, que era de este barrio, me contó una anécdota que, a su vez, le había contado la suya. Parece ser que en el siglo pasado, allá por la invasión francesa, un rayo entró por el rosetón en una noche de tormenta y fulminó a un capitán gabacho que blasfemaba borracho mientras sus soldados despojaban a las estatuas de sus joyas y profanaban las tumbas en busca de oro. No sé si será verdad, pero no puedo dejar de mirar el rosetón y de sentir un escalofrío cada vez que paso por aquí.
Atravesaron la reja. Estaban en el pórtico, en penumbra porque hacía tiempo que habían cegado sus arcos, a excepción del central. Homero sintió el frescor que aquella techumbre ofrecía al caminante y tocó, acarició la piedra encalada, recuerdo de aquellos años de la peste que se combatía blanqueando las paredes con hidróxido de calcio. Aquel gesto no pasó desapercibido a Pedro, que dejó que su superior diera curso a sus pensamientos sin molestarlo.

Un revólver en la maleta, págs. 37-28.


Fuente de la foto: costaleroscalvariocordoba.blogspot.com.es


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