Caminaban por la calle Santa María de Gracia y se toparon
con la torre de la iglesia. Según avanzaban, iban descubriendo nuevos
fragmentos: la imagen de San Lorenzo, la linterna circular, el primer cuerpo
cuadrangular, el segundo, más grande, girado bajo el anterior, que albergaba
las campanas. Pronto estuvieron ante la fachada principal y los dos al mismo tiempo,
como si estuvieran sincronizados, se pararon a contemplar el rosetón majestuoso.
Durante el camino, Homero había permanecido callado, en
parte por timidez, en parte por recelo hacia un compañero que le habían
impuesto y al que creía un confidente del comisario. Pedro había procurado
hablar lo justo para intentar quitar hierro y endulzar el trayecto con alguna
anécdota chistosa, pero no había tenido éxito.
―¿A que es bonito? Mi madre, que era de este barrio, me
contó una anécdota que, a su vez, le había contado la suya. Parece ser que en
el siglo pasado, allá por la invasión francesa, un rayo entró por el rosetón en
una noche de tormenta y fulminó a un capitán gabacho que blasfemaba borracho mientras
sus soldados despojaban a las estatuas de sus joyas y profanaban las tumbas en
busca de oro. No sé si será verdad, pero no puedo dejar de mirar el rosetón y
de sentir un escalofrío cada vez que paso por aquí.
Atravesaron la reja. Estaban en el pórtico, en penumbra
porque hacía tiempo que habían cegado sus arcos, a excepción del central.
Homero sintió el frescor que aquella techumbre ofrecía al caminante y tocó,
acarició la piedra encalada, recuerdo de aquellos años de la peste que se
combatía blanqueando las paredes con hidróxido de calcio. Aquel gesto no pasó
desapercibido a Pedro, que dejó que su superior diera curso a sus pensamientos
sin molestarlo.
Un revólver en la maleta, págs. 37-28.
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