jueves, 31 de marzo de 2016

EL CEMENTERIO DE SAN RAFAEL

Dos horas antes, Andrea se había presentado de improviso en la habitación miserable en la que se alojaba. En la reunión que habían mantenido una semana antes en el cementerio de San Rafael, caminando por las lápidas, ante la mirada atenta de los ángeles de piedra, el joven le había explicado al pistolero cómo había planificado la operación hasta el más mínimo detalle. También le había dado las señas de la fonda.

Estaré esperando para matarte, pág. 147.


Acababan de entrar en el cementerio.
Fátima y Maruja caminaban delante, agarradas del brazo, por el sendero que recorría las tumbas. Homero las seguía a escasos metros de distancia, llevando los aperos que utilizaban para adecentar las lápidas: unos trapos, una brocha, una botella con agua y una lata con cal muerta. Faltaba una semana para la celebración del Día de Todos los Santos y las dos mujeres habían aprovechado que el inspector se encontraba en casa para llevárselo con ellas.
―¡Qué suerte, niño, que hoy no trabajes!
―¿Qué quieres, Maruja?
―Necesitamos a una persona joven que pueda subirse en las escaleras del camposanto para encalar y poner las flores.
El policía no pudo negarse. Aunque no le agradaba la idea de dedicar las horas libres a aquella tarea, no deseaba que su tía o Fátima terminaran en el suelo con la cadera rota.
Primero visitaron el cementerio de la Salud, donde limpiaron la tumba de su tío Luis y de sus abuelos paternos. Luego pasearon por la Ribera hasta llegar a San Rafael, el otro camposanto con que contaba Córdoba para enterrar a sus muertos. Lo que más aborrecía de aquella tarea era que se convertía en interminable pues las dos mujeres se paraban a cada instante delante de los nichos cuyas lápidas les parecían más curiosas o albergaban a seres que habían conocido en vida. 

Estaré esperando para matarte, págs. 366-267.




Fuente de la foto: cordobalegendaria.blogspot.com



EL CEMENTERIO DE LA SALUD

Habían entrado en el cementerio. Caminando entre los cipreses, les embargó la tristeza y la melancolía. Ambos quedaron en silencio. 

Un revólver en la maleta, pág. 56.


―Tengo que reconocer que su historia supera con creces a la mía. ¿Sabe, inspector, que este cementerio es lo único bueno que dejaron los gabachos en Córdoba con su maldita invasión? Mi abuela me contaba que, cuando su madre era pequeña, se enterraba a los muertos en las iglesias o en pequeños solares adosados a ellas, con la consiguiente falta de higiene. Fue Pepe Botella el que mandó construir un cementerio en las afueras de Córdoba, aquí, frente a la Puerta de Sevilla. Mire, ahí está la tumba del gran Lagartijo. Mi padre me decía que fue el torero más grande que han visto y verán los tiempos, con permiso de Guerrita. 

Un revólver en la maleta, pág. 57.


Tras visitar en el centro varias fondas que no le habían satisfecho porque estaban excesivamente concurridas o carecían de las mínimas condiciones de higiene, el enterrador del cementerio de la Salud, a cuya ermita había acudido a cobijarse del sol después de recorrer infructuosamente las pensiones de la Ribera, le aconsejó que buscase en una casa de vecinos. 

Estaré esperando para matarte, pág. 21.



Fuente de la foto: cecosam.com





CÓRDOBA, PASADO Y PRESENTE

―Pues porque me recuerdas a esos guías que hay en algunas ciudades, como Sevilla y Toledo, que enseñan los monumentos a los visitantes y les cuentan anécdotas. Ya sabes, si tienes pensado dejar la Policía, ahí tienes un buen oficio. Por cierto, no le vendría mal a Córdoba tener unos cuantos guías que la enseñasen.
―Y que lo diga. Lo que le falta a esta ciudad es venderse bien. Así nos va. Vea Sevilla, lo bien que lo hace. Y tener, no tiene más que Córdoba porque, digo yo, el Guadalquivir es el mismo río y, si ellos tienen La Giralda y la Torre del Oro, nosotros tenemos la Torre de La Calahorra y La Mezquita. Y puestos a comparar, como La Mezquita, nada. No hay color. 

Un revólver en la maleta, págs. 57-58.


La doncella se marchó dejándolos solos. Mientras esperaban a la dueña de la casa, Homero observó con interés y aprobación la decoración de aquella estancia. Modernidad, elegancia y dinero. Aunque de educación grecolatina, no en vano había estudiado lenguas clásicas, en los meses que pasó en París se sintió atraído por las nuevas tendencias artísticas que causaban furor en la ciudad del Sena. Le gustaba especialmente el Art Nouveau por la mezcla de funcionalidad y arte con que diseñaba los objetos
de la vida cotidiana. En realidad, Homero amaba la simbiosis entre lo antiguo y lo moderno, por eso se sentía a gusto en ciudades como París, Barcelona o Viena, las cuales, sin olvidar su pasado glorioso, se proyectaban hacia el futuro llenando los espacios de nuevas formas arquitectónicas. Algo así anhelaba para Córdoba: que saliera del letargo en el que vivía postrada desde hacía siglos, que recuperase los restos de su historia, rica en culturas, pero abandonada a la desidia y al olvido, y que mirase con optimismo hacia el futuro. Quizás, era cuestión de creérselo o, como decía Pedro, de saber venderse. 

Un revólver en la maleta, pág. 60.



A Homero le atrajo especialmente la magnífica colección de monedas romanas y califales, sin duda, procedentes de yacimientos de Córdoba y de otras partes de Andalucía. Era conocedor del expolio que estaba sufriendo el patrimonio arqueológico de su tierra y, como amante de la cultura clásica, le dolía especialmente la estulticia de los gobernantes y la desidia de un pueblo inculto, que no valoraba lo que tenía debajo de sus pies y que malvendía las piezas a coleccionistas, la mayoría extranjeros. Precisamente, Homero había descubierto en sus viajes cómo otros países europeos más cultivados comenzaban a cuidar los testimonios de su historia y a protegerlos con leyes. Las mismas naciones, desgraciadamente, que luego expoliaban el patrimonio de países como España. 

Un revólver en la maleta, pág. 72.


¿POR QUÉ EL INSPECTOR SE LLAMA HOMERO?

Entre tanto, su hermano Paco se había casado en Pozoblanco con una taruga, a la que había conocido mientras la auscultaba en la consulta que había puesto en este pueblo. Diez meses después, se quedaba viudo y con un niño recién nacido al que puso el nombre de Homero, en recuerdo de su mujer fallecida, Penélope.

Un revólver en la maleta, pág. 18.



―Soy el inspector Alejo López. ¿Cómo te llamas?
―Homero Pérez.

Un revólver en la maleta, pág. 19.



―Imagino que a mí, el día de mañana, me pasará igual con mis hijos. Me da miedo que se hagan mayores y que se marchen de casa. Ah, y no se preocupe por mí, que no voy a menospreciarlo porque lo hayan llamado Homerito delante de mí, aunque tiene su gracia el diminutivo. Por cierto, y con todos mis respetos, vaya nombre más raro que tiene. No suena a cristiano.

―En tu discreción confío. Sí, era el nombre de un escritor griego de la antigüedad, que era ciego. Me lo pusieron en recuerdo de mi madre, que se llamaba Penélope, como el personaje de una de sus obras. 

Un revólver en la maleta, pág. 118.



Una curiosidad (nada casual): las iniciales del Homero Pérez son HP, que coinciden con las de un famosísimo detective belga que tenías ojos verdes de gato, cabeza en forma de huevo y un mostacho tan prominente como bien cuidado.





martes, 29 de marzo de 2016

REVOLVER COLT DEL CALIBRE 38

Entró en la estación y buscó la consigna. Llevaba dos maletas abultadas y un maletín de mano con una muda, la documentación, los enseres de aseo y un revólver Colt del calibre 38, al que solo le faltaba una bala en el tambor. Aquello era todo su bagaje, la historia de los diez últimos años de su vida, metida en aquellas dos valijas, que ahora veía cómo el encargado colocaba dentro de un armario a la espera de que él las recogiese cuando hubiese encontrado alojamiento. 

Un revólver en la maleta, pág. 10.


Volvió a mirar, por última vez, la calle desde la ventana. A través de los vidrios mojados, contempló durante un rato el deambular de la gente bajo los paraguas. Luego se sentó en el sillón y abrió el cajón superior de la mesa. De allí lo sacó, protegido por su funda de cuero. Era un revólver Colt del calibre 38, que lo había acompañado durante toda su carrera. Se lo había regalado su padre, también comisario, el día en que cumplió los quince años.
―El día de mañana, tú también serás policía y, cuando ingreses en la escuela, nadie tendrá que enseñarte lo que es un arma de fuego.
No había vuelto a usarlo desde que había aprendido a disparar con él, cuando salía con su padre los domingos, después de misa, a las orillas del Guadarrama para hacer blanco en unas latas vacías. Ahora se limitaba a limpiarlo y a engrasarlo cada cierto tiempo para que estuviera a punto. Y desde que era comisario, siempre lo dejaba guardado en la mesa del despacho que ocupaba en cada destino, cargado, con todas las balas en el tambor, como si de un talismán se tratase. 
Porque, así pensaba, siempre le había traído suerte.
Lentamente, lo sacó de su funda, lo acarició, levantó el martillo hasta que quedó sujeto y se acercó el arma a la boca. 
Vio sobre la mesa, al lado de la caja, la hoja que había estado escribiendo momentos antes y cerró los ojos.
Luego apretó el gatillo. 

Un revólver en la maleta, págs. 255-256.

 

Cuando Homero bajó el brazo, su Colt del calibre 38 aún humeaba.
En el tambor faltaban dos balas. 

Estaré esperando para matarte, pág. 185.



El Colt del calibre 38 es el revólver del inspector Homero, que hereda de su mentor, el comisario Alejo, y que se trae de Madrid, como un doloroso recuerdo, con una bala menos en el tambor.

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Fuente de la foto: historiadelasarmasdefuego.blogspot.com.es




ESCOPETA REMINGTON

―Marcharte discretamente de palacio. No vayas por el sendero porque alguien podría verte. Cuando llegues a la verja, la saltas y luego caminas unos minutos por la carretera hasta que veas la vieja Ford. Lucas y los muchachos estarán esperándote pues les pedí que se pararan al abrigo de una curva. También estará allí el forense. Te pones al mando y te traes a los seis agentes armados con las Remington. Coge también una para ti.
―Yo me manejo mejor con la pistola.
―Hazme caso. Cógela. Casi con toda probabilidad, vas a necesitarla. 

Estaré esperando para matarte, pág. 339.



Fuente de la foto: hoferwaffen.com



ESCOPETA PURDEY

Cuando Santiago salió de la habitación, Homero extrajo de su chaqueta unos guantes finos de cuero, se los puso, se inclinó junto al cadáver y cogió con sumo cuidado la escopeta por el extremo del cañón. Luego la observó con atención.
―Vaya, una Purdey inglesa, magníficamente labrada con motivos animales.
―Inspector, creo que son perdices. Es un arma excelente. Nunca había visto una igual.
―Y muy, muy cara. No te puedes imaginar, Pedro, la cantidad de libras esterlinas que vale una de estas. No te lo digo en pesetas porque te marearías. Quienes poseen este tipo de escopetas suelen ser personas muy adineradas. Aquí, en España, grandes terratenientes y miembros de la nobleza. 

Estaré esperando para matarte, págs. 230-231.


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Fuente de la foto: leblog.pasionlujo.com




WINCHESTER 1873

Entraron en la armería. Allí, expuesta en varias vitrinas, había una excelente colección de escopetas, carabinas y fusiles de repetición. El inspector, gran experto en armas de fuego, la recorrió con la mirada hasta que sus ojos se detuvieron en un rifle americano que estaba guardado solo en un armario.
Esteban se encontraba en ese momento en un rincón de la estancia, sentado en un taburete, limpiando una escopeta de caza que tenía desmontada sobre una pequeña mesa. Al verlos entrar, se percató al instante de que el policía se fijaba en el rifle. Se dirigió a la vitrina donde estaba, lo quitó del soporte y se lo entregó. El inspector accionó la palanca y luego se llevó la culata al hombro al tiempo que apuntaba a un objetivo imaginario.
―Es una arma excelente, señor.
―Sí que lo es. Un Winchester 1873. El fusil con el que se conquistó el Oeste americano. Un magnífico ejemplar, hecho a medida, con detalles que no posee el modelo corriente.
―Se ve que entiende usted bastante.
―Solo un poco.

Estaré esperando para matarte, pág. 243.

 
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Fuente de la foto: taringa.net



lunes, 28 de marzo de 2016

PISTOLA FN BROWNING 1910

Después de atravesar el patio, llegó hasta la puerta, metió la llave en la cerradura y, tras abrirla, penetró en el interior, oscuro y silencioso, de la habitación. Su mano diestra, tras buscar en el bolsillo del pantalón, empuñó una FN Browning 1910.

Estaré esperando para matarte, pág. 108.


No pudo continuar. Andrea se lanzó antes de que pudiera levantar la Browning. Con reflejos felinos, le arrebató el arma y lanzó el puño con todas las fuerzas a la boca del estómago. Fue una lucha desigual, rápida y silenciosa. 

Estaré esperando para matarte, pág. 110.


Al oír los gritos, Marcos se giró y, sin pensárselo, disparó la Browning una sola vez. El proyectil impactó violentamente contra el hombro izquierdo del inspector y lo derribó. El cochero, muerto de miedo, se agachó parapetándose detrás del carro. 


Estaré esperando para matarte, pág. 184.



Es la pistola que empuña Carlos Espina, alias el Cuatrodedos, en Estaré esperando para matarte
Una curiosidad ―nada casual en la novela― de esta arma: fue utilizada por el terrorista serbio-bosinio Gavrilo Princip para asesinar al archiduque Francisco Fernando, lo que supuso el inicio de la Gran Guerra.


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Fuente de la foto: es.wikipedia.org





PISTOLA LUGER

Iba a coger el infiernillo de la alacena para preparar café cuando algo le llamó poderosamente la atención: sobre las sábanas arrugadas había una maleta de cuero abierta, que no había visto hasta ese momento. Movida por la curiosidad, se acercó a ella. Contenía ropa de hombre que no pertenecía a Marcos: dos camisas, calzoncillos, calcetines, un pantalón, un par de zapatos y algo negro que brillaba entre las pren­das, en el fondo de la maleta. Atraída, hechizada por aquel objeto, introdujo la mano y extrajo una Luger.

Sujetándola entre los dedos, la miró horrorizada.

Estaré esperando para matarte, pág. 76.


Cuando aún se desperezaba e intentaba ubicar sus sentidos en el mundo que lo rodeaba, oyó un ruido muy, muy suave. Como un muelle que salta cuando desaparece la presión que lo sujeta, se incorporó en la cama. Un papel negro apareció lentamente por la ra­nura inferior de la puerta. Inmediatamente, puso los pies en el suelo, metió el brazo debajo del colchón, y sacó una Luger y un cargador. Al levantarse, el somier crujió. 


Estaré esperando para matarte, pág. 352.



Es la pistola preferida de Andrea Talotti e icono del ejército alemán.

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Fuente de la foto: stockarmas.com




PEDRO XIMÉNEZ

Mientras se mecía, Homero paladeaba una copita de Pedro Ximénez. Le encantaba el sabor dulce y la densa pastosidad del moscatel, que le dejaba un ligero picor en la garganta. Era, sin duda, el colofón ideal a tan opípara cena.

Un revólver en la maleta, pág. 80.


Era una noche agradable y primaveral. Los dos policías habían decidido ir caminando a la venta, dando un paseo desde la calle Almonas. Antes, Pedro había tenido que aceptar de Maruja una copita de Pedro Ximénez.
―Ande, tómesela. Verá qué bien le sienta para la ronda de esta noche.
―No, si sentarme bien, me va a sentar. El problema es que luego no sé quién me va a mover. A mí, señora, el vino me da sueño.
―¡Anda ya! Esto no es vino. Esto es un tónico medicinal. 


Un revólver en la maleta, pág. 214.



Como queriendo elevar el ánimo, Fátima se levantó de nuevo y se dirigió al aparador donde se guardaban los vinos y licores.
―Y de postre, ¿qué os parece si nos tomamos una copita de Pedro Ximénez y unos trocitos de pastel de cidra?
―Se agradece, señora. Por lo que he comido, creo que no solo no voy a almorzar una segunda vez, sino que tampoco cenaré esta noche.

Estaré esperando para matarte, pág. 123.


―¿Quieres una copita de Pedro Ximénez?
―No te molestes.
―No es molestia. Ahora mismo te la preparo.
Homero aprovechó la pausa para bajar los brazos y descansar de la posición molesta en la que se veía obligado a tenerlos. Cuando su tía le trajo el vino, acercó la copa a los labios y bebió un pequeño sorbo que, al pasar por la garganta, lo reconfortó gratamente.


Estaré esperando para matarte, págs. 355-356.




LA INFANCIA DE HOMERO

Entre tanto, su hermano Paco se había casado en Pozoblanco con una taruga, a la que había conocido mientras la auscultaba en la consulta que había puesto en este pueblo. Diez meses después, se quedaba viudo y con un niño recién nacido al que puso el nombre de Homero, en recuerdo de su mujer fallecida, Penélope. Maruja se trasladó unos días a Pozoblanco para ayudar a su hermano en el cuidado del pequeño, pero luego lo convenció de que era mejor que estuviera con ella en Córdoba pues él difícilmente iba a poder compaginar la consulta y el bebé. Y así, a los cuatro meses de nacer, Homero se hizo cordobés. Maruja y Luis le prodigaron a su sobrino todos los cuidados y mimos que recibe un hijo de sus padres. Pasó un año y luego otro y otro, y el regreso del pequeño a Pozoblanco se postergó indefinidamente, a excepción de algunos días que pasaba en la sierra por vacaciones. Cumplidos ya los cinco años, Paco se presentó una mañana en casa de su hermana para comunicarle que iba a casarse de nuevo y que le había ocultado a su futura esposa, mujer que padecía de nervios y era bastante celosa, la presencia del niño. Maruja vio entonces el cielo abierto y, ante un plato de pestiños y dos copitas de anís, se quedó definitivamente con Homero, su ahijado. Su hijo.
―¿No vas a verlo? Está arriba, jugando al trompo.
―No, será mejor así.
De esta forma, Homero, que no podía llamar padres a Maruja y a Luis porque sabía que su madre había muerto y que su padre vivía en otro pueblo, simplemente, pronunciaba sus nombres.

Un revólver en la maleta, pág. 18-19.


Maruja había inculcado siempre a Homero el respeto y la consideración hacia los demás por encima de todo. A pesar de que gozaban de una posición acomodada, le había enseñado a colaborar en las tareas del hogar: desde pequeño, acompañaba a Fátima o a Maruja cuando alguna iba a comprar a la plaza de La Corredera; hacía, más mal que bien, la cama, que luego repasaba su tía; barría los patios; ayudaba, o más bien enredaba, a su tío Luis en el taller y le hacía los encargos.
Lo que más le gustaba era dar de comer a las gallinas y recoger los huevos. Una mañana, al ir a comprobar la puesta del día, una rata, que se había colado en el ponedero y que estaba comiéndose un huevo, le mordió en el dedo. Fátima y Maruja, aunque intentaron no mostrarse preocupadas delante del pequeño, pasaron varios días angustiadas pensando que podía haber contraído la rabia.
Sin embargo, había dos tareas en las que, a juicio de su tía, Homero era un experto. Una era ahuecar la lana de los colchones. Desde el día en que le compuso el colchón a Fátima y esta le dijo al día siguiente que había pasado la mejor noche de su vida durmiendo como un lirón, el muchacho tenía que ahuecar todos los días también el de Maruja.
―Anda, muchacho, ¿qué te cuesta?
Si alguna vez lo había hecho chapuceramente porque tenía prisa por irse a jugar a la calle, ya estaban las dos mujeres quejándose como la princesa con el guisante.
―No he pegado ojo en toda la noche.
―Homerillo, ayer te peleaste con el colchón de lo duro que está.
Todas las mañanas, después de que Homero hubiese esponjado la lana, Fátima lo llamaba a la cocina y le daba en premio dos golosinas, una por cada colchón ahuecado.
―Y de esta, Homero, una lección aprendida: En casa de comunidad, no demuestres habilidad.
La otra tarea era hacer gazpacho. Fuese ajo blanco o molinero, había que trabajar a conciencia el mazo de madera en el dornillo hasta que la sal, los ajos y el pan formaban una pasta suave y cremosa. Para majar, se requería paciencia y mano firme y, en eso, Homero era un maestro. A juicio de quien probaba un gazpacho elaborado por él, estaba delicioso y su sabor era inconfundible.
Su tía, medio en broma, medio en serio, le decía que aquellas dos habilidades en las que había destacado presagiaban su futuro como policía pues para ambas se necesitaba perseverancia y buena mano. 


Un revólver en la maleta, pág. 80-81.




EL COMISARIO

Homero tocó suavemente el cristal de la puerta con los nudillos.
―Adelante.
―El inspector de primera Homero Pérez se presenta ante su comisario.
―No te quedes ahí envarado y siéntate. Desde Madrid me avisaron de que llegabas y me previnieron contra ti. Te voy a ser sincero. Yo soy como el refrán: me gusta espeso el chocolate, así que ya sabes cómo me gustan las cosas. Ni te he pedido ni te necesito, pero tengo que aguantarte porque te han trasladado. Espero, por tu bien, que no te metas en líos y que hagas, simplemente, lo que yo te ordene. Aquí de nada sirven tus diplomas y tus estudios en el extranjero. Sí, sí, me he informado muy bien de qué vas y a mí no me
chulea nadie. Para chulo, yo. ¿Lo has entendido? Así lo espero.

El comisario, orondo, con esa obesidad propia de las peonzas, y la cara de perro pachón, pulsó enérgicamente un timbre que había encima de su mesa.

Un revólver en la maleta, pág. 27.


El policía entró en el despacho del comisario, que se encon­traba sentado en su sillón, fumando un habano y hablando con el inspector Anastasio. Homero sonrió para sus adentros.
«Como siempre», pensó.

[...]

El comisario movió el cigarro entre sus dedos regordetes y manchados de nicotina, y dejó que se apagara. Estaba deseando que sus subalternos se marcharan del despacho para poder tomar un trago a solas. Anastasio siguió hablando, aprovechando la oportunidad de zaherir al compañero delante de su superior.

Estaré esperando para matarte, pág. 84.


FÁTIMA

Fátima era la criada de su hermano. En los meses en que estuvo en el pueblo, se dio cuenta de su valía y también de que, con su belleza, sería un problema grave para Paco pues, lo conocía bien, podía intentar abusar de ella en un día de exceso alcohólico. Era mejor eliminar el peligro. Por eso, le propuso que se viniera con ella a la ciudad y Fátima aceptó. Los que iban a ser unos meses se convirtieron con el tiempo en toda una vida y en una relación en la que no se distinguía ama y criada. 

Un revólver en la maleta, pág. 23.


Fátima había regresado de la cocina portando una bandeja en la que llevaba la cafetera, dos tazas, una jarrita de leche, un azucarero y dos servilletas. Al oír hablar del rey, se metió de lleno en la conversación.
―¿Y por qué sabes tú esas cosas si puede saberse, Homerito?
―Porque soy policía y mi obligación es enterarme de todo.
Maruja rio con malicia.
―Cuidado, niño, no te metas con la familia real, que Fátima es muy monárquica.
―Sí, señora, y católica. Y a mucha honra.

Estaré esperando para matarte, págs. 79-80.


LA TÍA MARUJA

Su tía Maruja había sido, por las fotografías que conservaba, una mujer atractiva y, por lo que sabía a través de otros y había descubierto por sí mismo, muy inteligente. Sin embargo, la educación patriarcal la había relegado a un segundo plano detrás de su hermano Paco. Como era vago y poco dotado para los libros, había estudiado Medicina con muchas dificultades. Su padre hubiera querido que llegase a cirujano, pero se quedó en médico rural pues cada curso académico, entre juergas y borracheras, lo completaba en dos. Además, una caída desafortunada desde un caballo en la romería de la Virgen de Linares, cuando lo montaba ebrio, le destrozó los ligamentos de su brazo derecho y, aunque no había perdido la movilidad, sí carecía de la precisión que necesitaba un cirujano con el escalpelo.
A Maruja, una muchacha con posibles de una ciudad provinciana, se la educó para ser la esposa respetable y hacendosa de un buen partido: repostería, costura, bordado, un poquito de francés, algo de canto y, como nota exótica, clases de clavicordio impartidas por un músico alemán que, nadie sabía por qué, había llegado un día a Córdoba y se había quedado a vivir. Hasta que se casó, las tardes de su juventud fueron dedicadas a bordar aquel interminable ajuar que, en palabras de su madre, era la envidia de las niñas de la vecindad.
No tardó Maruja en casarse para salir de aquella cárcel y lo hizo, para disgusto de su padre, con un muchacho más joven que ella, oficial en un taller de joyería. Luis, que así se llamaba, era ambicioso y muy habilidoso con las manos, por lo que en poco tiempo, y para alegría del suegro, regentaba su propio taller. Fueron felices hasta la muerte de Luis, aunque a la frustración de no poder estudiar y salir de Córdoba, tuvo que añadir la de no poder tener un hijo.

Un revólver en la maleta, págs. 17-18.

 
Almonas y San Pedro eran el universo en el que se había movido la vida de Maruja desde que nació. Al salir de la casa paterna para casarse, se trasladó a otra de la misma calle, en la parte baja. Y no precisamente porque deseara estar junto a su padre, sino porque se sentía ligada a aquella calle, a su gente y al barrio en el que había crecido. Sus padres murieron dos años después, ahogados en una de las crecidas del río Guadalquivir, cuando se dirigían, una desgraciada tarde de tormenta, al santuario de Nuestra Señora de La Fuensanta a pedirle a la Virgen que le concediera a su hija la gracia de la fertilidad. Entonces, volvió de nuevo a su casa después de comprarle a su hermano la parte que le correspondía por herencia. Allí crió a Homero.
Desde pequeña, Maruja había sabido escuchar a los demás. Hasta en las conversaciones más banales, hasta con las personas más miserables, mostraba un respetuoso silencio y una atención que hicieron de ella con el tiempo, a los ojos de aquellos que la trataban, una persona digna de confianza, sensata, con un gran ojo clínico para solucionar los problemas y un arcón cerrado para guardar secretos. Por eso, a todas las horas del día, podía encontrarse a alguna vecina en su casa que, casualmente, iba allí a pedirle tierra para las macetas, hilo para bordar, un poco de sal y, de paso, contarle un chisme, llorarle las desgracias o solicitarle un consejo. Homero, estupefacto y divertido con esta costumbre, solía burlarse con cariño del ir y venir del vecindario por la casa de su tía.
―Sor Maruja, ¿cuántos han pasado hoy por el confesionario? 


Un revólver en la maleta, págs. 22-23.



Entre la plaza y su casa, Maruja estaba al tanto de todo lo que ocurría en su barrio, que era, como ella decía, estar al tanto de lo que ocurría en el mundo: celos, infidelidades, tragedias, envidias, odios, hipocresía, generosidad desfilaban a diario por las historias que Maruja escuchaba atenta y este interés, que iba más allá de la innata curiosidad de toda persona por conocer las desgracias ajenas, le fue otorgando progresivamente un profundo conocimiento y una comprensión generosa de las debilidades humanas.
Además, nunca hablaba de nadie, salvo con su ahijado.
―Homero, tú te ríes, pero yo he visto ya todo lo que había que ver.
―Anda, Maruja, si eres una ignorante, si nunca has salido de estas cuatro paredes.
―Estás ciego, Homero, estás ciego. 


Un revólver en la maleta, pág. 23.




Una curiosidad (nada casual): Maruja empieza por M como el apellido de una ilustre ancianita (de nombre Jane) que vivía plácidamente en la campiña inglesa, y que se dedicaba a resolver crímenes y misterios.
 

domingo, 27 de marzo de 2016

EL PALACIO DE MORATALLA

―Bueno, ya que estamos todos, vayamos al grano. El tiem­po apremia. El gobernador civil me ha llamado hace menos de media hora para comunicarme que se ha producido un crimen en el palacio de Moratalla.
―¿Moratalla?
―Sí, Anastasio, Moratalla. Está en el término municipal de Hornachuelos y pertenece al excelentísimo don José de Saavedra y Salamanca, segundo marqués de Viana, quien posee allí una hermo­sa finca a la que acude de vez en cuando para cazar.
Al oír aquellas palabras, Homero se decidió a intervenir
―Y no solamente el marqués. Según tengo entendido, sue­len acompañarlo ilustres representantes de la más alta aristocracia y de la realeza europeas.

Estaré esperando para matarte, págs. 208-209.


Fuente de la foto: pacomadrigal-cordoba.blogspot.com.es


AJOBLANCO Y COCHIFRITO

Después de sentarse, Marcos observó brevemente y procu­rando mostrar la mayor naturalidad posible el contenido de los platos que estaban degustando los comensales cercanos a su mesa. En ese momento, el mozo se presentó sorprendiéndolo y sin que se hubiese decidido.
―¿Qué va a ser?
―No sé. Póngame un plato de esa sopa...
―Eso es ajoblanco. ¿Es usted de Castilla?
―Sí, bueno, del norte.
―No se ofenda. Lo digo por el acento. Le advierto de que no es una sopa como las que hacen en su tierra y de que se sirve fría, pero está muy buena. Pruébela. ¿Y de segundo?
―Había pensado en esos trozos de carne...
―Cochifrito. Buena elección.
Como el camarero intuyó en el rostro de Marcos que este ignoraba de qué se trataba, decidió aclarárselo.
―Es lechón. También tenemos hoy un estupendo mojete para chuparse los dedos.
―¿Eso qué es?
―Asaura, hígado y corazón de cerdo, guisados con vinagre, ajito, perejil y sal.
―Pues póngame un plato de ambos.
―Así me gusta. Se ve que tiene hambre. ¿Y de beber?
―Aconséjeme.
―A esta comida le va ni que pintao un vinito fresco de la tierra. Me lo traen de Moriles, de una de las mejores bodegas del pueblo.
―Pues ese mismo.
Marcos tenía claro que, con su manera de pronunciar, medio asturiana, medio catalana, iba a llamar la atención en Córdoba. Por eso, debía relacionarse lo más rápidamente posible con las personas de su entorno para que estas olvidaran pronto que se trataba de un extraño entre ellas.
Con el plato de gazpacho sobre la mesa, comenzó a comer. Metió la cuchara en el líquido suave, blanco y aceitoso, y se la llevó a los labios. Como le había dicho el mozo, estaba frío. Paladeó la primera cucharada y sintió el sabor picante del ajo, la acidez del vina­gre, el placentero amargor del aceite de oliva. Le gustó. A imitación de otros clientes, desmigajó un trozo de pan y dejó que las sopas se hinchasen de líquido antes de comerlas. Cuando llegó el cochifrito, reparó en el vino. Era un caldo blanco, joven, afrutado y alegre. Tuvo que darle la razón al mesonero: casaba muy bien con la carne frita de cerdo. Al ver el mojete, se dijo que tenía el ojo más grande que la tripa y que no iba a poder con aquellos trozos ennegrecidos de apariencia desagradable, pero, uno a uno, acompañados de largos tragos del moriles, fueron cayendo. Aunque la gula no era uno de sus pecados capitales, sabía apreciar las exquisiteces gastronómicas que le ofrecía cada tierra que visitaba; sin embargo, los alimentos que lo habían acompañado desde su infancia eran los que más apreciaba, precisamente porque, a pesar de todo, de la miseria, de las penurias, del frío, le recordaban a su madre cocinando en el hogar.
A su madre.
¡Cuánto hubiera dado por probar, en aquel preciso instante, un plato de fabes con almejas y un vaso de sidra bien escanciado!
Y, risueño y melancólico, feliz después de mucho tiempo, con los ojos húmedos y vidriosos, Marcos pidió otro vaso de vino.

Estaré esperando para matarte, págs. 26-28



LA IGLESIA DE SAN LORENZO

Caminaban por la calle Santa María de Gracia y se toparon con la torre de la iglesia. Según avanzaban, iban descubriendo nuevos fragmentos: la imagen de San Lorenzo, la linterna circular, el primer cuerpo cuadrangular, el segundo, más grande, girado bajo el anterior, que albergaba las campanas. Pronto estuvieron ante la fachada principal y los dos al mismo tiempo, como si estuvieran sincronizados, se pararon a contemplar el rosetón majestuoso.
Durante el camino, Homero había permanecido callado, en parte por timidez, en parte por recelo hacia un compañero que le habían impuesto y al que creía un confidente del comisario. Pedro había procurado hablar lo justo para intentar quitar hierro y endulzar el trayecto con alguna anécdota chistosa, pero no había tenido éxito.
―¿A que es bonito? Mi madre, que era de este barrio, me contó una anécdota que, a su vez, le había contado la suya. Parece ser que en el siglo pasado, allá por la invasión francesa, un rayo entró por el rosetón en una noche de tormenta y fulminó a un capitán gabacho que blasfemaba borracho mientras sus soldados despojaban a las estatuas de sus joyas y profanaban las tumbas en busca de oro. No sé si será verdad, pero no puedo dejar de mirar el rosetón y de sentir un escalofrío cada vez que paso por aquí.
Atravesaron la reja. Estaban en el pórtico, en penumbra porque hacía tiempo que habían cegado sus arcos, a excepción del central. Homero sintió el frescor que aquella techumbre ofrecía al caminante y tocó, acarició la piedra encalada, recuerdo de aquellos años de la peste que se combatía blanqueando las paredes con hidróxido de calcio. Aquel gesto no pasó desapercibido a Pedro, que dejó que su superior diera curso a sus pensamientos sin molestarlo.

Un revólver en la maleta, págs. 37-28.


Fuente de la foto: costaleroscalvariocordoba.blogspot.com.es


LA PLAZA DE ABASTOS DE LA CORREDERA

Los dos policías bajaron por la calle Espartería hasta llegar al arco de entrada a La Corredera. Enseguida, se encontraron con aquella mole que había sido construida en el medio como un feo postizo, rompiendo la armonía de la bella plaza e impidiendo contemplarla en su conjunto. Esperaron a que pasara un coche y luego recorrieron los escasos metros que permanecían al aire libre, entre los soportales y el edificio que albergaba el mercado de abastos. Tras pasar la verja de entrada, penetraron en el recinto, que empezaba a estar ya muy concurrido a aquellas tempranas horas de la mañana. Las voces de los dueños de los puestos, especialmente los de pescado y de fruta, que cantaban las excelencias de sus productos, se mezclaban con los ruidos de las carretas y de las cajas de mercancía, que pasaban de mano en mano hasta terminar expuestas en algún tenderete. Un hortelano, algo retrasado, levantaba las lonas con las que protegía los productos mientras bostezaba, dejando ver en su boca abierta las caries y la ausencia de varios dientes. Otra vendedora se dirigía a su puesto con una lata, en la que había echado, a modo de braserillo, un poco de picón encendido para calentarse.
Tomando la iniciativa, Pedro se acercó al primer puesto que encontró, una pescadería, y se dirigió al hombre que la regentaba, un viejo de pelo encrespado y largas patillas, el cual portaba ya, a esas horas iniciales de la mañana, un delantal sucio y sanguinolento, sin duda, con los restos del pescado de los días anteriores.
―Perdone. ¿Puede decirme dónde para el puesto de comestibles de María Sánchez?
―¿María, la Tuerta?
―No lo sé. Quizá. Me han dicho que tiene una tienda aquí, en la plaza de abastos.
―De comestibles ha dicho, ¿no? Tiene que ser ella. Porque la otra María que conozco es hortelana. Mire, es el último puesto que hay en este pasillo a la izquierda.
Mientras caminaban en la dirección que le había señalado el viejo pescadero, fueron percibiendo los distintos aromas que hacían del mercado de abastos un lugar inconfundible: el olor fuerte del pescado, que a esa hora de la mañana aún no desagradaba, se mezclaba con el olor dulzón, a sebo, de la carne de cordero y de chivo, con el olor picante de los ajos tiernos y con el aroma que desprendían los aliños y las tripas secas para la matanza.

Un revólver en la maleta, págs. 105-106.


Fuente de la foto: costaleroscalvariocordoba.blogspot.com.es



EL REÑIDERO DE GALLOS

Jaime pagó al cochero y entró en el reñidero de gallos, una especie de placita que, con forma circular, hacía esquina con la calle Capuchinos. Desde fuera, se podía oír la algarabía del público que estaba apostando y jaleando a los gallos de alguna pelea.
Pedro apoyó la bicicleta en una ventana, cogió una cadena que tenía debajo del sillín, ligó con ella el cuadro a la reja y luego le colocó un candado. Con todo el dolor de su alma, la dejó allí abandonada y también entró en el reñidero.
«Espero que no me la roben.»
Al pasar la puerta, se encontró con las gradas medio llenas y a la gente muy animada.
«No sabía yo que estaba esto tan concurrido a estas horas.»
Unos apostaban y todos animaban al gallo en el que habían puesto sus esperanzas y su dinero.
―¡Venga, Calerito, que ya es tuyo!
―¡Curro, dale con las espuelas!
En la arena, los dos pobres gallos estaban destrozándose sin piedad. En medio del revoloteo de plumas, Pedro vio con horror cómo las aves inferían con sus espolones postizos terribles heridas a su adversario. Finalmente, uno de ellos consiguió dañar la cabeza de su oponente y, aprovechando su abatimiento, se lanzó en un ataque frenético, en una orgía de sangre, que finalizó cuando Curro quedó tendido en el suelo, con
los sesos desparramados sobre la arena.
Había ganado Calerito.
Su dueño saltó la valla y abrazó al gallo con una manta mientras, muy contento, le daba besos en las sanguinolentas plumas. El propietario de Curro, con expresión cariacontecida, saltó también para recoger los despojos de su gallo. Mientras, los ganadores de la apuesta hacían cola ante los corredores para cobrar las ganancias.

Un revólver en la maleta, págs. 164-165.




LA CÓRDOBA DE PRINCIPIOS DEL SIGLO XX

La Córdoba de Homero y Pedro, cuyas calles recorren a la búsqueda de asesinos, es la Córdoba de principios del siglo XX, una ciudad provinciana que sale de su largo letargo de siglos y abandona la condición de pueblo grande para convertirse, poco a poco, en una urbe moderna. Son los años de los primeros vehículos a motor, de los primeros ascensores, de los primeros edificios funcionales y modernistas que se construyen.
Córdoba aparece reflejada en las novelas a través de sus calles emblemáticas como Frailes, Moriscos o Almonas, de sus iglesias (San Andrés, San Miguel y, por supuesto, San Lorenzo), de la plaza de abastos de La Corredera, del reñidero de gallos, del cementerio de La Salud, de las Ermitas, del hotel Suizo, del Ayuntamiento, del Círculo de la Amistad, del Gran Teatro, del Coso de Los Tejares, de la Audiencia, de El Círculo de Labradores, de una humilde casa de vecinos del barrio de San Lorenzo….


Mientras recorría su perímetro, buscando entre las calles aledañas algún horno, pre­guntando aquí y allá, consideró que Córdoba era una ciudad de con­trastes, en la que convivían, en una armonía prodigiosa e injusta, los barrios más populares con los más adinerados, humildes viviendas de gente sencilla con suntuosos palacios, iglesias engalanadas y ricos conventos. Desde pequeño, le había llamado la atención la capacidad que tenía el ser humano de hacer ostentación obscena de su fortuna mientras consentía que sus semejantes se muriesen de hambre.

Estaré esperando para matarte, pág. 30.


Fuente de la foto: postalesantiguasdeandalucia.blogspot.com.es