Entre tanto, su hermano Paco se había casado en Pozoblanco
con una taruga, a la que había conocido mientras la auscultaba en la consulta
que había puesto en este pueblo. Diez meses después, se quedaba viudo y con un niño
recién nacido al que puso el nombre de Homero, en recuerdo de su mujer
fallecida, Penélope. Maruja se trasladó unos días a Pozoblanco para ayudar a su
hermano en el cuidado del pequeño, pero luego lo convenció de que era mejor que
estuviera con ella en Córdoba pues él difícilmente iba a poder compaginar la
consulta y el bebé. Y así, a los cuatro meses de nacer, Homero se hizo
cordobés. Maruja y Luis le prodigaron a su sobrino todos los cuidados y mimos
que recibe un hijo de sus padres. Pasó un año y luego otro y otro, y el regreso
del pequeño a Pozoblanco se postergó indefinidamente, a excepción de algunos
días que pasaba en la sierra por vacaciones. Cumplidos ya los cinco años, Paco
se presentó una mañana en casa de su hermana para comunicarle que iba a casarse
de nuevo y que le había ocultado a su futura esposa, mujer que padecía de
nervios y era bastante celosa, la presencia del niño. Maruja vio entonces el
cielo abierto y, ante un plato de pestiños y dos copitas de anís, se quedó
definitivamente con Homero, su ahijado. Su hijo.
―¿No vas a verlo? Está arriba, jugando al trompo.
―No, será mejor así.
De esta forma, Homero, que no podía llamar padres a Maruja y
a Luis porque sabía que su madre había muerto y que su padre vivía en otro
pueblo, simplemente, pronunciaba sus nombres.
Un revólver en la maleta, pág. 18-19.
Maruja había inculcado siempre a Homero el respeto y la
consideración hacia los demás por encima de todo. A pesar de que gozaban de una
posición acomodada, le había enseñado a colaborar en las tareas del hogar:
desde pequeño, acompañaba a Fátima o a Maruja cuando alguna iba a comprar a la
plaza de La Corredera; hacía, más mal que bien, la cama, que luego repasaba su
tía; barría los patios; ayudaba, o más bien enredaba, a su tío Luis en el
taller y le hacía los encargos.
Lo que más le gustaba era dar de comer a las gallinas y
recoger los huevos. Una mañana, al ir a comprobar la puesta del día, una rata,
que se había colado en el ponedero y que estaba comiéndose un huevo, le mordió
en el dedo. Fátima y Maruja, aunque intentaron no mostrarse preocupadas delante
del pequeño, pasaron varios días angustiadas pensando que podía haber contraído
la rabia.
Sin embargo, había dos tareas en las que, a juicio de su
tía, Homero era un experto. Una era ahuecar la lana de los colchones. Desde el
día en que le compuso el colchón a Fátima y esta le dijo al día siguiente que
había pasado la mejor noche de su vida durmiendo como un lirón, el muchacho
tenía que ahuecar todos los días también el de Maruja.
―Anda, muchacho, ¿qué te cuesta?
Si alguna vez lo había hecho chapuceramente porque tenía
prisa por irse a jugar a la calle, ya estaban las dos mujeres quejándose como
la princesa con el guisante.
―No he pegado ojo en toda la noche.
―Homerillo, ayer te peleaste con el colchón de lo duro que
está.
Todas las mañanas, después de que Homero hubiese esponjado
la lana, Fátima lo llamaba a la cocina y le daba en premio dos golosinas, una
por cada colchón ahuecado.
―Y de esta, Homero, una lección aprendida: En casa de
comunidad, no demuestres habilidad.
La otra tarea era hacer gazpacho. Fuese ajo blanco o
molinero, había que trabajar a conciencia el mazo de madera en el dornillo
hasta que la sal, los ajos y el pan formaban una pasta suave y cremosa. Para
majar, se requería paciencia y mano firme y, en eso, Homero era un maestro. A
juicio de quien probaba un gazpacho elaborado por él, estaba delicioso y su sabor
era inconfundible.
Su tía, medio en broma, medio en serio, le decía que
aquellas dos habilidades en las que había destacado presagiaban su futuro como
policía pues para ambas se necesitaba perseverancia y buena mano.
Un revólver en la maleta, pág. 80-81.
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