jueves, 31 de marzo de 2016

EL CEMENTERIO DE SAN RAFAEL

Dos horas antes, Andrea se había presentado de improviso en la habitación miserable en la que se alojaba. En la reunión que habían mantenido una semana antes en el cementerio de San Rafael, caminando por las lápidas, ante la mirada atenta de los ángeles de piedra, el joven le había explicado al pistolero cómo había planificado la operación hasta el más mínimo detalle. También le había dado las señas de la fonda.

Estaré esperando para matarte, pág. 147.


Acababan de entrar en el cementerio.
Fátima y Maruja caminaban delante, agarradas del brazo, por el sendero que recorría las tumbas. Homero las seguía a escasos metros de distancia, llevando los aperos que utilizaban para adecentar las lápidas: unos trapos, una brocha, una botella con agua y una lata con cal muerta. Faltaba una semana para la celebración del Día de Todos los Santos y las dos mujeres habían aprovechado que el inspector se encontraba en casa para llevárselo con ellas.
―¡Qué suerte, niño, que hoy no trabajes!
―¿Qué quieres, Maruja?
―Necesitamos a una persona joven que pueda subirse en las escaleras del camposanto para encalar y poner las flores.
El policía no pudo negarse. Aunque no le agradaba la idea de dedicar las horas libres a aquella tarea, no deseaba que su tía o Fátima terminaran en el suelo con la cadera rota.
Primero visitaron el cementerio de la Salud, donde limpiaron la tumba de su tío Luis y de sus abuelos paternos. Luego pasearon por la Ribera hasta llegar a San Rafael, el otro camposanto con que contaba Córdoba para enterrar a sus muertos. Lo que más aborrecía de aquella tarea era que se convertía en interminable pues las dos mujeres se paraban a cada instante delante de los nichos cuyas lápidas les parecían más curiosas o albergaban a seres que habían conocido en vida. 

Estaré esperando para matarte, págs. 366-267.




Fuente de la foto: cordobalegendaria.blogspot.com



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