lunes, 28 de marzo de 2016

EL COMISARIO

Homero tocó suavemente el cristal de la puerta con los nudillos.
―Adelante.
―El inspector de primera Homero Pérez se presenta ante su comisario.
―No te quedes ahí envarado y siéntate. Desde Madrid me avisaron de que llegabas y me previnieron contra ti. Te voy a ser sincero. Yo soy como el refrán: me gusta espeso el chocolate, así que ya sabes cómo me gustan las cosas. Ni te he pedido ni te necesito, pero tengo que aguantarte porque te han trasladado. Espero, por tu bien, que no te metas en líos y que hagas, simplemente, lo que yo te ordene. Aquí de nada sirven tus diplomas y tus estudios en el extranjero. Sí, sí, me he informado muy bien de qué vas y a mí no me
chulea nadie. Para chulo, yo. ¿Lo has entendido? Así lo espero.

El comisario, orondo, con esa obesidad propia de las peonzas, y la cara de perro pachón, pulsó enérgicamente un timbre que había encima de su mesa.

Un revólver en la maleta, pág. 27.


El policía entró en el despacho del comisario, que se encon­traba sentado en su sillón, fumando un habano y hablando con el inspector Anastasio. Homero sonrió para sus adentros.
«Como siempre», pensó.

[...]

El comisario movió el cigarro entre sus dedos regordetes y manchados de nicotina, y dejó que se apagara. Estaba deseando que sus subalternos se marcharan del despacho para poder tomar un trago a solas. Anastasio siguió hablando, aprovechando la oportunidad de zaherir al compañero delante de su superior.

Estaré esperando para matarte, pág. 84.


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