Homero tocó suavemente el cristal de la puerta con los
nudillos.
―Adelante.
―El inspector de primera Homero Pérez se presenta ante su
comisario.
―No te quedes ahí envarado y siéntate. Desde Madrid me
avisaron de que llegabas y me previnieron contra ti. Te voy a ser sincero. Yo
soy como el refrán: me gusta espeso el chocolate, así que ya sabes cómo me
gustan las cosas. Ni te he pedido ni te necesito, pero tengo que aguantarte
porque te han trasladado. Espero, por tu bien, que no te metas en líos y que
hagas, simplemente, lo que yo te ordene. Aquí de nada sirven tus diplomas y tus
estudios en el extranjero. Sí, sí, me he informado muy bien de qué vas y a mí
no me
chulea nadie. Para chulo, yo. ¿Lo has entendido? Así lo
espero.
El comisario, orondo, con esa obesidad propia de las
peonzas, y la cara de perro pachón, pulsó enérgicamente un timbre que había
encima de su mesa.
Un revólver en la maleta, pág. 27.
El policía entró en el despacho del comisario, que se encontraba
sentado en su sillón, fumando un habano y hablando con el inspector Anastasio.
Homero sonrió para sus adentros.
«Como siempre», pensó.
[...]
El comisario movió el cigarro entre sus dedos regordetes y manchados de nicotina, y dejó que se apagara. Estaba deseando que sus subalternos se marcharan del despacho para poder tomar un trago a solas. Anastasio siguió hablando, aprovechando la oportunidad de zaherir al compañero delante de su superior.
Estaré esperando para matarte, pág. 84.
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