Jaime pagó al
cochero y entró en el reñidero de gallos, una especie de placita que, con forma
circular, hacía esquina con la calle Capuchinos. Desde fuera, se podía oír la
algarabía del público que estaba apostando y jaleando a los gallos de alguna
pelea.
Pedro apoyó la
bicicleta en una ventana, cogió una cadena que tenía debajo del sillín, ligó
con ella el cuadro a la reja y luego le colocó un candado. Con todo el dolor de
su alma, la dejó allí abandonada y también entró en el reñidero.
«Espero que no me
la roben.»
Al pasar la
puerta, se encontró con las gradas medio llenas y a la gente muy animada.
«No sabía yo que
estaba esto tan concurrido a estas horas.»
Unos apostaban y
todos animaban al gallo en el que habían puesto sus esperanzas y su dinero.
―¡Venga,
Calerito, que ya es tuyo!
―¡Curro, dale con
las espuelas!
En la arena, los
dos pobres gallos estaban destrozándose sin piedad. En medio del revoloteo de
plumas, Pedro vio con horror cómo las aves inferían con sus espolones postizos
terribles heridas a su adversario. Finalmente, uno de ellos consiguió dañar la
cabeza de su oponente y, aprovechando su abatimiento, se lanzó en un ataque
frenético, en una orgía de sangre, que finalizó cuando Curro quedó tendido en
el suelo, con
los sesos desparramados sobre la arena.
Había ganado
Calerito.
Su dueño saltó la
valla y abrazó al gallo con una manta mientras, muy contento, le daba besos en
las sanguinolentas plumas. El propietario de Curro, con expresión
cariacontecida, saltó también para recoger los despojos de su gallo. Mientras,
los ganadores de la apuesta hacían cola ante los corredores para cobrar las ganancias.
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