domingo, 27 de marzo de 2016

EL REÑIDERO DE GALLOS

Jaime pagó al cochero y entró en el reñidero de gallos, una especie de placita que, con forma circular, hacía esquina con la calle Capuchinos. Desde fuera, se podía oír la algarabía del público que estaba apostando y jaleando a los gallos de alguna pelea.
Pedro apoyó la bicicleta en una ventana, cogió una cadena que tenía debajo del sillín, ligó con ella el cuadro a la reja y luego le colocó un candado. Con todo el dolor de su alma, la dejó allí abandonada y también entró en el reñidero.
«Espero que no me la roben.»
Al pasar la puerta, se encontró con las gradas medio llenas y a la gente muy animada.
«No sabía yo que estaba esto tan concurrido a estas horas.»
Unos apostaban y todos animaban al gallo en el que habían puesto sus esperanzas y su dinero.
―¡Venga, Calerito, que ya es tuyo!
―¡Curro, dale con las espuelas!
En la arena, los dos pobres gallos estaban destrozándose sin piedad. En medio del revoloteo de plumas, Pedro vio con horror cómo las aves inferían con sus espolones postizos terribles heridas a su adversario. Finalmente, uno de ellos consiguió dañar la cabeza de su oponente y, aprovechando su abatimiento, se lanzó en un ataque frenético, en una orgía de sangre, que finalizó cuando Curro quedó tendido en el suelo, con
los sesos desparramados sobre la arena.
Había ganado Calerito.
Su dueño saltó la valla y abrazó al gallo con una manta mientras, muy contento, le daba besos en las sanguinolentas plumas. El propietario de Curro, con expresión cariacontecida, saltó también para recoger los despojos de su gallo. Mientras, los ganadores de la apuesta hacían cola ante los corredores para cobrar las ganancias.

Un revólver en la maleta, págs. 164-165.




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